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lunes, junio 01, 2020

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2020.

                                     
 «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8)




                          Queridos hermanos y hermanas:


Doy gracias a Dios por la dedicación con que se vivió en toda la Iglesia el Mes Misionero
Extraordinario durante el pasado mes de octubre. Estoy seguro de que contribuyó a estimular la
conversión misionera de muchas comunidades, a través del camino indicado por el tema:
“Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo”.

En este año, marcado por los sufrimientos y desafíos causados por la pandemia del COVID-19,
este camino misionero de toda la Iglesia continúa a la luz de la palabra que encontramos en el
relato de la vocación del profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). Es la respuesta siempre
nueva a la pregunta del Señor: «¿A quién enviaré?» (ibíd.). Esta llamada viene del corazón de
Dios, de su misericordia que interpela tanto a la Iglesia como a la humanidad en la actual crisis
mundial. «Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y
furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados;
pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos
necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos,
que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros
descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos» (Meditación
en la Plaza San Pietro, 27 marzo 2020). Estamos realmente asustados, desorientados y
atemorizados. El dolor y la muerte nos hacen experimentar nuestra fragilidad humana; pero al
mismo tiempo todos somos conscientes de que compartimos un fuerte deseo de vida y de
liberación del mal. En este contexto, la llamada a la misión, la invitación a salir de nosotros
mismos por amor de Dios y del prójimo se presenta como una oportunidad para compartir, servir
e interceder. La misión que Dios nos confía a cada uno nos hace pasar del yo temeroso y
encerrado al yo reencontrado y renovado por el don de sí mismo.

En el sacrificio de la cruz, donde se cumple la misión de Jesús (cf. Jn  19,28-30), Dios revela que
su amor es para todos y cada uno de nosotros (cf. Jn  19,26-27). Y nos pide nuestra disponibilidad
personal para ser enviados, porque Él es Amor en un movimiento perenne de misión, siempre
saliendo de sí mismo para dar vida. Por amor a los hombres, Dios Padre envió a su Hijo Jesús
(cf. Jn 3,16). Jesús es el Misionero del Padre: su Persona y su obra están en total obediencia a la
voluntad del Padre (cf. Jn 4,34; 6,38; 8,12-30; Hb  10,5-10). A su vez, Jesús, crucificado y
resucitado por nosotros, nos atrae en su movimiento de amor; con su propio Espíritu, que anima a
la Iglesia, nos hace discípulos de Cristo y nos envía en misión al mundo y a todos los pueblos.
«La misión, la “Iglesia en salida” no es un programa, una intención que se logra mediante un
esfuerzo de voluntad. Es Cristo quien saca a la Iglesia de sí misma. En la misión de anunciar el
Evangelio, te mueves porque el Espíritu te empuja y te trae» (Sin Él no podemos hacer nada,
LEV-San Pablo, 2019, 16-17). Dios siempre nos ama primero y con este amor nos encuentra y
nos llama. Nuestra vocación personal viene del hecho de que somos hijos e hijas de Dios en la
Iglesia, su familia, hermanos y hermanas en esa caridad que Jesús nos testimonia. Sin embargo,
todos tienen una dignidad humana fundada en la llamada divina a ser hijos de Dios, para
convertirse por medio del sacramento del bautismo y por la libertad de la fe en lo que son desde
siempre en el corazón de Dios.       
Haber recibido gratuitamente la vida constituye ya una invitación implícita a entrar en la dinámica
de la entrega de sí mismo: una semilla que madurará en los bautizados, como respuesta de amor
en el matrimonio y en la virginidad por el Reino de Dios. La vida humana nace del amor de Dios,
crece en el amor y tiende hacia el amor. Nadie está excluido del amor de Dios, y en el santo
sacrificio de Jesús, el Hijo en la cruz, Dios venció el pecado y la muerte (cf. Rm 8,31-39). Para
Dios, el mal —incluso el pecado— se convierte en un desafío para amar y amar cada vez más (cf.
Mt 5,38-48; Lc 23,33-34). Por ello, en el misterio pascual, la misericordia divina cura la herida
original de la humanidad y se derrama sobre todo el universo. La Iglesia, sacramento universal
del amor de Dios para el mundo, continúa la misión de Jesús en la historia y nos envía por
doquier para que, a través de nuestro testimonio de fe y el anuncio del Evangelio, Dios siga
manifestando su amor y pueda tocar y transformar corazones, mentes, cuerpos, sociedades y
culturas, en todo lugar y tiempo.
La misión es una respuesta libre y consciente a la llamada de Dios, pero podemos percibirla sólo
cuando vivimos una relación personal de amor con Jesús vivo en su Iglesia. Preguntémonos:
¿Estamos listos para recibir la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, para escuchar la
llamada a la misión, tanto en la vía del matrimonio como de la virginidad consagrada o del
sacerdocio ordenado, como también en la vida ordinaria de todos los días? ¿Estamos dispuestos
a ser enviados a cualquier lugar para dar testimonio de nuestra fe en Dios, Padre misericordioso,
para proclamar el Evangelio de salvación de Jesucristo, para compartir la vida divina del Espíritu 
Santo en la edificación de la Iglesia? ¿Estamos prontos, como María, Madre de Jesús, para 
ponernos al servicio de la voluntad de Dios sin condiciones (cf. Lc  1,38)? Esta disponibilidad 
interior es muy importante para poder responder a Dios: “Aquí estoy, Señor, mándame” (cf. Is 
6,8). Y todo esto no en abstracto, sino en el hoy de la Iglesia y de la historia. 
Comprender lo que Dios nos está diciendo en estos tiempos de pandemia también se convierte 
en un desafío para la misión de la Iglesia. La enfermedad, el sufrimiento, el miedo, el aislamiento 
nos interpelan. Nos cuestiona la pobreza de los que mueren solos, de los desahuciados, de los 
que pierden sus empleos y salarios, de los que no tienen hogar ni comida. Ahora, que tenemos la 
obligación de mantener la distancia física y de permanecer en casa, estamos invitados a 
redescubrir que necesitamos relaciones sociales, y también la relación comunitaria con Dios. 
Lejos de aumentar la desconfianza y la indiferencia, esta condición debería hacernos más atentos 
a nuestra forma de relacionarnos con los demás. Y la oración, mediante la cual Dios toca y mueve 
nuestro corazón, nos abre a las necesidades de amor, dignidad y libertad de nuestros hermanos, 
así como al cuidado de toda la creación. La imposibilidad de reunirnos como Iglesia para celebrar 
la Eucaristía nos ha hecho compartir la condición de muchas comunidades cristianas que no 
pueden celebrar la Misa cada domingo. En este contexto, la pregunta que Dios hace: «¿A quién 
voy a enviar?», se renueva y espera nuestra respuesta generosa y convencida: «¡Aquí estoy, 
mándame!» (Is 6,8). Dios continúa buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para 
testimoniar su amor, su salvación del pecado y la muerte, su liberación del mal (cf. Mt 9,35-38; Lc 
10,1-12). 
La celebración la Jornada Mundial de la Misión también significa reafirmar cómo la oración, la 
reflexión y la ayuda material de sus ofrendas son oportunidades para participar activamente en la 
misión de Jesús en su Iglesia. La caridad, que se expresa en la colecta de las celebraciones 
litúrgicas del tercer domingo de octubre, tiene como objetivo apoyar la tarea misionera realizada 
en mi nombre por las Obras Misionales Pontificias, para hacer frente a las necesidades 
espirituales y materiales de los pueblos y las iglesias del mundo entero y para la salvación de 
todos. 
Que la Bienaventurada Virgen María, Estrella de la evangelización y Consuelo de los afligidos, 
Discípula misionera de su Hijo Jesús, continúe intercediendo por nosotros y sosteniéndonos. 
Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo de 2020, Solemnidad de Pentecostés. 

                                                     Francisco 

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